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Predicando a sordos

Escrito por P. Carlos Prats. Publicado en Teología y Catecismo.

Church interior

Una de las tentaciones que tengo que superar todos los fines de semana es la de suprimir la predicación de la Santa Misa. He observado desde hace ya bastantes años, al menos en las parroquias donde yo sirvo, que puedes decir lo que sea que da la impresión que todo el mundo se ha vuelto sordo y duro de corazón. Ya les puedes predicar sobre la necesidad de la asistencia dominical a la Misa, ya sobre la conveniencia de confesarse frecuentemente; ya les puedes decir que hay que arrodillarse en el momento de la Consagración de la Misa, ya les aconsejes que comulguen de rodillas y en la boca…, parece ser que nadie escucha. Y por supuesto, cualquier mínimo planteamiento de llevar una seria vida espiritual está más que vedado. Si todos los domingos me preparo la predicación y predico es porque recuerdo lo que decía el Señor: “Si no hubiera venido y les hubiera hablado, no tendrían pecado. Pero ahora no tienen excusa de su pecado” (Jn 15:22); o lo que también decía San Pablo: “¡Ay de mi si no predicara!” (1 Cor 9:16). La verdad es que tengo que superar fuertes tentaciones de desánimo y de pensar ¿para qué predicar si todo va a seguir igual?

Una asistencia normal a la Santa Misa está formada por diez o quince niños de catequesis de primera comunión, quienes vienen acompañados de uno de sus progenitores (nunca de los dos); los cuales están más ausentes que presentes; seis o siete mujeres de la tercera edad que vienen a la Misa más por costumbre que por devoción y que si no están sordas por fuera, al menos ya han perdido el interés de escuchar una predicación y más aún de plantearse la posibilidad de “convertirse”. Ocasionalmente llegan algunos cometas Halley que se dejan ver, bien porque esta hora de la Misa les conviene más o porque dicen que mis misas se celebran con más veneración y respeto y porque en las homilías se dice algo sólido; pero como le ocurre al cometa Halley, se dejan ver una vez cada 75 años. Y luego están un grupo de unas quince o veinte personas relacionadas con la persona fallecida por la que se celebra la Misa; estos son los más sordos de todos. No saben cómo ponerse, no saben responder, se quedan todos de pie en el momento de la Consagración; y si les miras a la cara durante la predicación parece que están en otro planeta. Hombres y mujeres mirando hacia atrás cuando se oye el taconeo de una mujer que ha llegado tarde a la celebración. Raro es el día que no suena algún móvil. Si es que asiste algún joven, con harta frecuencia tiene que revisar el último whatsapp que le ha llegado y no puede esperar a leerlo y responder antes de que la ceremonia acabe.

Y junto a todo este “espectáculo”, personas hablando en alto sin mostrar ningún respeto mientras esperan el comienzo de la celebración o cuando ésta ya ha concluido. Teléfonos móviles sonando en cualquier momento; sin olvidar el continuo sonido que hacen el Whatsapp y el Facebook cuando se recibe algún mensaje, mientras que de reojo, y como haciéndose el despistado, la persona de turno ve el mensaje e incluso se atreve a responderlo.

Y me dirán ustedes, ante este panorama, padre, tiene usted mucho valor de seguir predicando todos los domingos. Y yo les tendré que decir que del mismo modo me siento yo. Y si sirve de algún consuelo, éstos son los que vienen a la Misa, ¿qué será de los cientos que ni se les ocurre hacerse presentes salvo en las misas de funerales?

Sé que este panorama es el más frecuente en España; también sé que en otros países, como por ejemplo los de Sudamérica, todavía hay un buen porcentaje de personas que vive la fe de verdad. ¡Con qué anhelo recuerdo mi estancia en Ecuador! Allí sí que veía piedad y fe auténticas (hace treinta años). Pero en España, da la impresión que el demonio ha ganado la partida. Junto a un clero cada vez más paganizado y vacío, encontramos una feligresía cada vez más superficial, materializada y mundana.

¿Y qué diremos de los bautismos y matrimonios? El número de matrimonios eclesiásticos ha descendido a uno o dos matrimonios al año (entre las cuatro parroquias que llevo). El número de bautismos no ha descendido (de momento), pero la celebración de este sacramento, que era para mí uno de las que me causaban más alegría, se ha convertido ahora en una auténtica tortura. Ves a padres sin apenas fe que, sin estar casados, piden el bautismo para sus hijos, más como costumbre social que como una convicción de fe. Los atuendos que traen las señoras para la celebración del mismo, causarían rubor a las prostitutas de hace cincuenta años. Eso sí, en el momento de la celebración renuncian con todo su vigor a Satanás, a todas sus seducciones y a todas sus obras.

Me gustaría pensar que todo no está tan mal, pero a veces la tentación de creer que todo está perdido y que nos hemos vuelto sordos para las cosas de Dios es una realidad que me sobrecoge.

Frente a este sufrimiento mío, está el dolor de todos aquellos que buscan una capilla en donde se celebre la Misa con dignidad y respeto; donde se oigan predicaciones en las que se les hable de Dios y donde puedan encontrar un confesor que les oriente y dirija por el camino de la santidad. ¿Llegaremos alguna vez a encontrarnos los unos y los otros?

Mi única esperanza está en saber que estoy donde el Señor me ha puesto, y mientras me dé vida, seguiré intentando al menos conseguir un fiel más para el servicio de nuestro Dios.